Se pasó el día con la ropa ensangrentada, el
cuchillo entraba y salía de aquel cuerpo sin ninguna piedad ni remordimiento.
Tampoco pensaba en nada, estaba tan concentrado en los cortes que realizaba
como un cirujano lo está en quirófano. Para su sorpresa, le gustaba lo que
estaba haciendo. Pensaba que quizás se había convertido en un psicópata por
disfrutar de ello, pero, aún sin haber terminado su cometido, deseaba volver a
repetirlo. Se sentía feliz, tenía una sonrisa de oreja a oreja que muy pocos
tenían en su misma situación. Le aterraba la idea de que su madre se enterase
que su hijo disfrutaba acuchillando y mutilando, no sabía cómo reaccionaría. Se
volvió a centrar en cómo el filo de aquel cuchillo rebanaba sin apenas hacer
esfuerzo y se dio cuenta que disfrutaría más con música de fondo. Hizo una
pausa, se lavó las manos a conciencia y cogió su teléfono móvil para poner una
lista de reproducción de música clásica, volvió a la tarea. La hoja se
deslizaba al son de la “Danza macabra” de Saint-Saëns y sí, estaba en lo cierto,
era mucho mejor despiezar con música. Cuando terminó, convencido de volver tras
su primer día en la empresa cárnica, no podía dejar de pensar en aquello que había
hecho durante todo el día. Salió a dar un paseo para despejar su mente y, al
llegar a un parque, centró su mirada en una joven, entrada en carnes, que leía
un libro sentada en un banco. No pudo evitar pensar en lo mucho que disfrutaría
despiezándola.
La invitó a cenar… Y aceptó.
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