Ana se levantaba cada día a las nueve de la mañana
para salir a correr, siempre hacía el mismo trayecto, recorría varias calles,
pasaba por el Parque de la Paloma, donde espantaba a los pájaros a los que un
anciano daba de comer, y continuaba por el paseo marítimo hasta llegar a
Puerto Marina para volver a su casa haciendo el mismo recorrido, volviendo a
espantar a las aves del señor mayor, que callaba con tristeza.
Un día el señor mayor le dio los buenos días, a los
cuales la chica no respondió. A la vuelta, el anciano saludó con un "hasta mañana"
y la chica hizo caso omiso. Al día siguiente el hombre volvió a darle los
buenos días y la chica respondió educadamente. A la vuelta, Ana pensó que podía
pasar más despacio para no espantar a los pájaros. Llegó donde se sentaba el
anciano pero allí no había nadie. A la mañana siguiente tampoco estaba y al
volver seguía sin aparecer. Pasó una semana y ella comenzó a soltar unos
puñados de migas de pan donde lo hacía el anciano.
Después de unos meses,
Ana se levantó una mañana, fue a darle de comer a los pájaros y una lágrima le
recorrió el rostro al ver al anciano sentado con unas muletas reposando en el
banco. Se acercó al hombre a ritmo normal y le entregó las migas de pan dándole
los buenos días. El respondió dándole las gracias por cuidar de sus queridas
aves. A la vuelta allí seguía el anciano y Ana bajó el ritmo para no molestar
cuando el anciano dijo: “Hace tiempo que te perdoné, cuando quieras puedes
venir a darle un abrazo a tu viejo y estúpido abuelo, si es que me has
perdonado tú a mí”.
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